Regresó a Jaén un soldado de los tercios de Flandes. Aquí, en
la Magdalena dejó a su novia cuando los dos tenían 13 años.
Se amaron de una manera tan ingenua que juraron esperarse o morir.
La noche de la despedida repitieron sílaba por sílaba,
palabra a palabra, frase a frase lo que venían ensayando desde el mismo día en
que decidió buscar fortuna y dineros.
Si vos miráis al cielo y no está… llorar porque ya no os
quiero.
Si el agua de los mares pierde su sal … llorar porque olvidé
el sabor de vuestros besos.
Si al despertar cada mañana no miro por la ventana buscando el
regresar de vuestros pasos… llorar porque ya no puedo más.
Si el raudal de nuestro barrio se seca… llorar porque en ese
instante muero.
Lo decían, se miraban en los espejitos del alma llenitos de
lágrimas y miedos.
Los jazmines que se abrieron esa noche fueron testigos,
loquitos dejaron su fragancia enredá en cada gesto de los que así se despedían en
una esquina delante de la Iglesia.
Sin saber nada uno del otro. Ni una carta, ni hacer caso a lo
que amigos y familia dijeran. Era lo pactado. Mejor así, no habría confusiones.
Un atardecer de Junio, cercanas las fiestas de la Virgen de
la Capilla, aquél que se fue regresa con la bolsa de caudales llena, bigote y
barba arreglada. Sombrero de galán.
Conforme se acerca a su barrio, el corazón se le va llenando
de pura felicidad, macetas, fachadas,
aire, agua, su gente…
El sol elige su color preferido para acompañar esa tarde al
que viene buscando, soñando, cantando.
Se detiene delante del mismo sitio donde se despidieron. Allí
se encuentra con un vecino y pregunta por ella. El día de san Isidro aquella se hizo
monja, paloma morena, en el convento de aquí al lado.
El joven cae de rodillas y llora. Él que estuvo a punto de
morir mil veces y no tuvo miedo, ahora llora como un niño.
Mil veces ella renunció a su cariño si volvía sano y salvo.
Ese fue su voto. Cumplió.
A partir de ahí el joven vive en el escalón del convento,
mendigo de quien tan cerca vive.
Cada día antes de maitines canta para ella, los gallos se
acostumbraron a que fuera aquel amante el que primero soltara su quiquiriquí.
Todos saben la historia. Una puerta de madera grande con
retrancas los separa, los muros son de piedra, pero también hay ventanas.
Antes de anochecer se asoma al estanque del patio de la
Iglesia, mueve el agua con la mano como el que escribe en el agua un poema:
Maresita mía,
yo no sé por donde
al espejito donde me miraba
se le fue el asogue.
Bonita leyenda con el colofón de una "solea" que bien podía cantarla Fosforito.
ResponderEliminarUn abrazo.
Ahhhh!!! Jose Miguel que bonita esta leyenda, veo al enamorado removiendo el agua del estanque, le escucho recitar la soleá e imagino a la monjita llorar sabiendole tan cerca y sintiendole tan lejos.
ResponderEliminarUn abrazo.
Como siempre la sensibilidad a flor de piel. Un saludo.
ResponderEliminarQue triste historia, digna de una gran historia de amor, con un trete final eso si.
ResponderEliminarUn abrazo
Me ha gustado un barbaridad esta leyenda de amor y desamor. Triste , melancolica , sin final feliz. Y me ha gustado aún más la manera en que nos la has narrado. Un beso amigo.
ResponderEliminarPreciosa, pero qué triste!
ResponderEliminar¡Cuántos amores imposibles existian en aquella época y cómo se amaban las parejas, casi sin rozarse, con miradas, gestos... y cómo burlaban a veces el control que los padres ejercian en estos romances tan apasionados!
ResponderEliminar¡Preciosa historia, José Miguel... enhorabuena!